viernes, 2 de abril de 2010

Adán Buenosayres contempló a Solveig en cuyas manos el Cuaderno de Tapas Azules era una cosa muerta:

Yo, alfarero sentado en el tapiz de los días,
¿con qué barro modelé tu garganta de ídolo y
tus piernas que se tuercen como arroyos?

Eso era: su barro de alfarero. Y obra de sus pulgares toda ella, trabajada con sus manos, de pies a cabeza, de norte a sur, del este al oeste, del cenit al nadir, según las tres magnitudes de la tierra y la cuarta dimensión de la poesía. Tejedor de humo! ¿Para qué? Para que no llorase la noche y le naciera un hijo a la soledad.

Mi pulgar afinó tu vientre
más liso que la piel de los tambores nupciales,
y puso cuerdas al arco nuevo de tu sonrisa...

La obra de su retiro, amasada con silencios y músicas. Anímate, poderosa estatua!! Que una sangre roja circule por tus venas de poético mármol!! Ah, no se mueve, no arde! ¡Pigmalión!
Ahora las manos de Solveig enrollaban y desenrollabasn el Cuaderno de Tapas Azules.
Dos criaturas paralelas -reflexionó Adán Buenosayres-; la de Dios en el sofá, la mía en el Cuaderno. Y tal vez amasadas con el mismo barro. Dos paralelas: no se encontrarán jamás. Y don Bruno lo habia puesto de rodillas porque no supo definir las lineas paralelas. ¡Atención! ¡atención! Algo suyo quedaba en esa criatura ideal que había edificado: eran el número, la medida y el peso de su vocación amorosa, el tamaño de su sed, la fisonomía de su esperanza. Y según don Bruno, las líneas paralelas también se juntan en el Infinito. Pero ¿qué haría de los demás? ¿que haría el con la Solveig celeste?

Haz que maduren los frutos
y que la lluvia deje su país de llanto,
ídolo de alfareros...

Adán recitaba el poema en su corazón. Y la resonancia de aquellas frases respondía tanto al color de su pensamiento, que una suerte de agitación musical despertaba en su ser, anunciándole ya el instante preciso en que la materia de su dolor se convertía en materia de su arte. ¡Ídolo de los alfareros! ¿A quién invocaba en esa oración? A una mujer hecha de literatura, que no podía escucharlo ni responderle desde su Cuaderno de Tapas Azules. ¿Que haría, entonces, con la Solveig celeste? ¡Bien! así como le había dado él un cuerpo, un alma, una existencia y un idioma, también sabría darle una muerte poética. Él mismo cargaría en sus brazos los despojos mortales de la Solveig ideal;y, a falta de tierra en que sepultarla, inventaría para ella una lujosa inhumación de literatura. Y lo haría esa noche, allá, en el cuarto de sus tormentos y en una soledad tajeada de sollozos. El Cuaderno de Tapas Azules tendría segunda parte: un funeral maldito y una liturgia de fantasmas que lloran desde los ojos a los pies.

Fragmento extraído del libro "Adán Buenosayres" de Leopoldo Marechal, primera edición: Editorial Sudamericana, Agosto 1948.

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